Como mecánico con más de 30 años de experiencia, no puedo evitar expresar mi profunda decepción ante la excesiva sofisticación de los últimos modelos de coches. Para mí, un coche no es solo un montón de cables y sensores, sino una máquina que debe ser robusta, duradera y fiable. Los vehículos modernos se han convertido en auténticos ordenadores con ruedas, donde cualquier pequeño fallo puede llevar a un costoso problema mecánico que solo puede ser solucionado por un técnico especializado.

Recuerdo con nostalgia los motores diésel de antes, simples pero efectivos, capaces de durar cientos de miles de kilómetros con el mantenimiento adecuado. Mi Seat León del 2008 es un claro ejemplo de lo que debe ser un coche: resistente, fácil de reparar y con un rendimiento impecable. En cambio, los coches modernos están llenos de componentes electrónicos que fallan con frecuencia y cuyo reemplazo puede resultar prohibitivo.

Además, la excesiva sofisticación de los últimos modelos de coches ha llevado a una pérdida de la conexión entre el conductor y el vehículo. Antes, era el conductor quien estaba al mando, quien conocía cada rincón de su coche y podía solucionar problemas básicos por sí mismo. Ahora, los coches son tan complejos que incluso los mecánicos experimentados como yo nos encontramos con dificultades para diagnosticar y reparar ciertos fallos.

En definitiva, considero que la industria automotriz se ha alejado de sus raíces y ha perdido de vista lo que realmente importa: la durabilidad, la simplicidad y la fiabilidad. Es hora de volver a valorar la ingeniería mecánica tradicional y dejar de lado la obsesión por la tecnología punta que solo encarece los vehículos y los hace menos accesibles para el usuario promedio. Solo así podremos volver a disfrutar de coches como los de antes, verdaderas joyas de la ingeniería automotriz.